La sorpresa


Fue Marcel Proust quien, en su interminable odisea en busca del tiempo perdido, inculcó en su joven e influenciable mente la idea por primera vez.

Contaba su historia que, sediento de una carta que no llegaba, aquel muchacho desorientado inundaba su cabecita de escenas en las que recogía aquella misiva tan esperada y la leía con pasión. Algunas de las notas eran ardientes. Otras, más tímidas. En su imaginación, el pequeño devoraba palabras mientras recogía con las yemas de los dedos las lágrimas de emoción que aparecían de tanto en tanto.
De pronto, un sentimiento sobrecogedor, la certeza de una tragedia muy muy presente. Era imposible que algún día fuera a recoger exactamente la misma nota que se estaba imaginando. ¿Y si al visualizar todas aquellas epístolas estuviera en realidad anulando posibilidades? ¿Y si agotaba todas las opciones que existían para la elaboración de una carta y ella simplemente nunca la escribía?

Pero claro, su situación era algo distinta. Él no aguardaba misivas o llamadas, lo suyo era otra cosa... ni siquiera estaba seguro de lo que esperaba.
Dada la amplitud de mis opciones, pensó, no creo que agote las posibilidades de que, sea lo que sea lo que espero, aparezca por aquella esquina.
Así que permaneció allí, inerte, dubitativo y algo esperanzado, con la mirada fija en la prometedora esquina del jardín, esa con las flores rosas tan hermosas. Su corazón latía con fuerza, y su cerebro, cansado de imaginar, se tropezaba con cada pensamiento, que avanzaba raudo y veloz para dar paso a otro, como si de una carrera de relevos se tratara.
No sabía qué era, pero dos convencimientos, tan reales como aquella esquina rosada, le rondaban insistentes. El primero, que aquello que venía, venía pronto. El segundo, que las probabilidades de que apareciera por su esquina, dada la teoría proustiana, eran nulas.

Es igual, concluyó, puede que no sea una espera, sino una sorpresa.






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