Cloe, su dedo índice y un globo azul


Con uno de los palos que estaban desperdigados por el jardín, Cloe comenzó a quitar la tierra seca de las suelas de sus zapatos. Las lágrimas de sus mejillas aún estaban frescas.
Enfurruñada, arrojó el palo al suelo, que al primer golpe se partió en dos. Fue entonces cuando comenzó a llorar de nuevo.

¿Conocen esas ocasiones, en las que una discusión o enfado dura tanto tiempo, que ya ni siquiera sabes su origen? En esos momentos y, ante la desgraciada pero aplastante realidad de que no haces sino clamar objeciones que ni piensas ni sientes, la mejor opción parece a menudo, marcharse.
Y eso era lo que Cloe había hecho. Por eso lloraba. Por eso estaba allí, sentada en el jardín. Por eso lloraba. Por eso la confusión no la dejaba pensar. Por eso lloraba. Por eso todo sembraba un sinsentido. Por eso lloraba.

Cloe estaba en una de esas edades, ¿por qué no decirlo?... difíciles. Las hormonas se disparan, reina la incertidumbre y el cuerpo se afea, asemejándose a una imagen que, un día será, pero aún se está formando. Es común; la seguridad vuela, la sospecha crece, la esperanza mengua, el júbilo es intermitente... Parece como si nada tuviese un significado claro, como si los momentos en los que la vida cobra sentido se contasen con los dedos de una mano.
Cloe se miró los dedos. Estaban manchados de lodo seco.

La mayoría de las veces, estos sentimientos de soledad e insignificancia se desvanecen con la edad. Sin embargo, a lo largo de toda la existencia de cada individuo, pueden sucederse etapas similares.
Para algunos, la etapa constituye un periodo de tiempo más grande , para otros, son tan solo instantes efímeros y muy muy puntuales. Aunque existen, siempre existen.
Se supone que el truco está en recordar y tener presentes los momentos de los que hablaba antes, esos en los que la vida cobra sentido, en los que todo es claro y reina la calma.

Sin dejar de observar su mano, Cloe pensaba en ello. Pensaba en que sería fácil poder conectar, tan sólo con una ojeada con todas esas certezas y esperanzas, con el recuerdo que cada dedo escondía.

Así, se concentró en uno de ellos, en el dedo índice. Este era el menos manchado de barro. Parecía perfecto. Con tesón y perseverancia, se esforzaba en mantener los ojos abiertos sin pestañear, en enfocar lo mejor posible. Tanto era así, que podía distinguir las huellas dactilares, los trocitos minúsculos y marrones de fango, la porción de uña que asomaba por detrás...




  
Un globo. Un globo azul. Un globo azul la sacó de sus pensamientos. Un globo azul aterrizando tenuemente en su frente y planeando acto seguido hacia la hierba embarrada. Un globo azul seguido de muchos más globos. Naranjas, amarillos, verdes, rosas, violetas, rojos...

Abandonando su ardua tarea, Cloe miró hacia arriba desconcertada. Quería descubrir la procedencia de aquel festival carnavalesco. Era fácil, todos aquellos esféricos se deslizaban por una ventana de su apartamento, por la ventana de su padre.
Parecía mentira, después de toda la discusión, de todas las palabras hirientes, de todas las lágrimas... aquello, aquel paisaje colorido y conmovedor, aquella lluvia de globos, aquella ofrenda de paz.

Cloe sonrió, dirigiéndose al portal que la conduciría a su piso. No podía esperar a abrazar a su padre, a no volver nunca a tener esa discusión, a retornar a la normalidad, a la calma, al sentido.
Cuando subió al ascensor, las lágrimas de sus mejillas ya estaban secas.
Miró de nuevo su dedo índice. Esta vez ni siquiera hizo falta esforzarse, estaba allí, tan claro, tan nítido... el jardín, el palo, el barro, su mano, el globo, los globos... Todo un momento de los que dan sentido a la vida. Entonces, Cloe lo supo. A partir de ese instante, ya no tenía una mano vacía que llenar, sino dedos a los que añadir significado.

Tercer piso. Tras el pitido, la puerta del ascensor se abre.


                                                                                                         H.



                       






 







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