Blanca






Blanca.                                                                                                      
Blanca sal.
Blanca nieve.
Blanca.

Blanca.
Blanca lirio.
Blanca espuma.
Blanca.

Blanca. Como un vestido de novia. Como un uniforme de hospital.
Blanca. Como las páginas sin tinta. Como la arena tropical.


Hacía ya varios meses que la había dejado. Parecía mentira, pero apenas recordaba su rostro. Sus ojos, su nariz, sus labios, sus orejas... se presentaban en su mente difuminados, borrosos.
En todo ese tiempo, no había echado de menos nada de ella. Ningún olor le recordaba su olor, ningún canto su voz, ningún tacto sus manos, ninguna historia sus anécdotas ...
No se arrepentía de nada, no soñaba despierto con encontrársela, no aguardaba ansioso frente al teléfono, nada.

Apenas nada.

Apenas. Un apenas que, cosas de la vida, marcaría un antes y un después en el trayecto de su sino.
Un apenas que, paulatinamente, le estaba matando.

Y es que, sin razón ni causa obvias, de un modo radical y feroz, había forjado en lo más profundo de su mente una obsesión insana, una inquietud extrema, el empeño obstinado de concentrarse con todas sus energías en un mísero concepto. Una idea, una noción, una realidad que le carcomía y le abrumaba sin sentido aparente: el color de la piel de aquella chica. El color blanquecino de su piel. Los fragmentos, los trazos desnudos, cuasi transparentes. El detallismo exacerbado que esa blancura permitía, mostrando cada
poro, cada marca.
No recordaba nada, pero a la vez, lo recordaba todo.

Y así... no comía, no bebía, no dormía, no reía. Todo era blanco.
Blanco por todas partes.
Blanco sal.
Blanco nieve.
Blanco lirio.
Blanco espuma.
Blanco, como el de un vestido de novia o el de un uniforme de hospital.
Blanco, como el de las páginas sin tinta, o el de la arena tropical.


                                                                                                                                 H.





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