El viaje del sargo
EL VIAJE DEL SARGO
Desde el banco del parking de la playa, las acciones de Ana parecían una danza un tanto estúpida. Allí, Laura espiaba exultante. No espiaba a Ana, sin embargo, si no a Jose. A Ana acababa de descubrirla. ¿Y por qué iba a ser raro? Cada uno tiene sus cosas, se consolaba sin dejar de avistar. Además, todo aquel comportamiento errático había comenzado del modo más inocente. Vete a verlo, le dijeron. Si te gusta pues, míralo. ¿Qué daño puede hacerte?, aseguraban. Jose era camarero en el bar frente a la universidad. Era guapo, rubio, de pelo largo. Largo y ahora mojado. No era demasiado delgado. Laura odiaba a los chicos demasiado delgados. Tenía los ojos claros y la belleza de un niño infante. Uno de esos niños que salen en los programas infantiles para conseguir del público alguna onomatopeya que subraye lo adorable de sus gestos. Nunca había hablado con él, sólo lo seguía. ¿Y para qué hablar con él si ya se había inventado toda su vida? Luego se decepcionaba... y sólo le faltaba eso a Laura, otra decepción.
Entre las piernas de Ana nadaba un sargo gris. Se había perdido. Dejando a un lado su raciocinio limitado y confiando por completo en su instinto de pez, el sargo intentaba ansiosamente encontrar el camino hacia su banco. Mientras tanto y, también de forma instintiva, sorteaba cosas. Acababa de sortear los dedos de Ana. Ahora, sorteaba los cabellos rubios de Jose, que con las gafas de buceo empañadas hacía largos dentro del mar.
Jose llevaba ya unos meses entrenando. Odiaba la piscina. Prefería el mar porque olía a sal. Desde siempre, la ambición había sido una parte importante de su vida. De niño, sacaba las mejores notas. Hoy, ahorraba la mayor cantidad de dinero posible trabajando como camarero. Mañana, se superaría cada día como miembro de la policía nacional. El examen era la semana siguiente. Esta certeza lo invadió mientras daba una brazada y un estrés tan fuerte como inamovible invadió su cuerpo. Jose decidió en aquel momento hacer el doble de largos. Y aumentar sus distancias. Continuaría más o menos hasta el barco de vela verde y blanco que vio a lo lejos antes de zambullirse en el agua. Aquel en cuyo casco se leía “Porvenir”.
El sargo gris acababa de girar a la izquierda. Nadaba rápido, aunque no sabía a dónde ir. Sus ojos de pez no le permitían llevar su mirada al frente. Sin embargo, creyó avistar una luz blanca en la lejanía y se lanzó en su busca con una velocidad pasmosa. A medida que se acercaba, la luz se hacía más y más grande, hasta que, al cabo de un rato, dejó de ser luz y pasó a ser forma. Una forma de barco más concretamente.
A bordo de “Porvenir”, un abuelo y su nieto observaban las aguas. Miguel, el abuelo, contemplaba todo lo que la vida le seguía permitiendo admirar, fuera y dentro de su pequeño barco. Un banco enorme de sargos jugaba cerca de la popa. El niño, fascinado, se agarraba a la barandilla metálica, aún fría. “¡Mira abuelo! ¡Mira!”, le rogaba. Miguel se acercó y cumplió los deseos de su nieto. Sonreía. De pronto y, como alma que lleva al diablo, un sargo gris se unió al resto del grupo. Parecía perdido. El mar, imponente como todas las mañanas se presentaba sobrio, sabio. Alternando su mirar entre el banco de sargos y el pequeño, Miguel pensó en su pasado, en su futuro, en el mar y en aquel pez. Pensó en lo enorme que era el océano y en lo pequeño que era su barco en él. Se preguntó el trayecto del sargo perdido y rió. Perdidos, lo estamos todos, ante tanta inmensidad.
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